La Mica y el Burro-Taxi.

Chiquitos deslumbra por su arquitectura misional, por su naturaleza, pero principalmente por su cultura viva; y si se trata de vivir la cultura viva en todo su esplendor, el visitante de la Chiquitania no puede dejar de visitar San Antonio de Lomerío.

Demoramos dos horas en llegar, recorriendo los noventa y siete kilómetros que separan San Antonio de Lomerío de Concepción, recorriendo un camino bordeado de mágicos paisajes y de una vegetación que confunde al visitante por su diversidad. Eran las tres de la tarde cuando arribamos al pequeño pueblito cuya población no supera las 1.500 personas, de las cuales el noventa por ciento son indígenas chiquitanos. Nos recibieron los guías turísticos: Don Marcelino Parapaino y Don Juan Carlos Chuvé, quienes luego de instalarnos en el eco-albergue “El Reposo del Tigre”, nos sorprendieron de entrada entregándonos una programación detallada de la mágica experiencia turística que estábamos por comenzar a vivir. Nuestros Guías, sabiendo que íbamos a tener el resto del día cargado de emociones, no dudaron en invitarnos a la llegada un buen café acompañado del sabroso pan lomeriano en el Albergue-Restauran Nutanumux (Guapurú) para luego comenzar el recorrido por los principales atractivos del pueblo: La Capilla Betania, el Mirador, las calles y los centros artesanales. Las calles son una delicia para el visitante, con sus casas pintadas con una maravillosa exposición de pinturas de toda la flora y la fauna del lugar, algo que no se ha dado en ningún lugar o misión de esta manera tan osada, y ni que decir el “burro-taxi” amarrado al horcón esperando transportar al cliente.

Cuando la noche comenzó a caer, tuvimos la sensación de estar flotando en el aire y es que el cielo estrellado se entrelaza con el suelo. Los restos de piedra de Mica alumbran nuestros pasos al igual que las estrellas, haciéndonos creen que en San Antonio de Lomerío el cielo y la tierra son uno solo. La jornada estaba aún sin embargo lejos de acabar. Mientras recorríamos las calles para ir al Restaurante Nobiosx (Bibosi), donde nos esperaba nuestra cena (un chanchito al horno relleno con arroz) nos detuvimos para contemplar extasiados el trabajo de una artesana que tejía a la luz de una vela.

Entramos al restaurante y en lo que nos estábamos por sentar hizo su ingreso el Grupo Sitobisimia (ojitos negros) integrado por unas treinta mamas y unos diez músicos. Luego de cenar, procedimos según reza la tradición lomeriana a la apertura del Cántaro de Chicha, y entonces se armó la fiesta. Una de las mamas, Doña Carmen, no me dio descanso bailando de principio a fin, mientras el calorcito de la chicha comenzaba a calentar el cuerpo.

Pintura natural misional

Al día siguiente, las sorpresas comenzaron bien temprano, mientras desayunábamos se acercó a nuestra mesa doña Ana Soriocó, una anciana chiquitana de 91 años que nos relató en Bésiro, con la ayuda de un traductor, su infancia y su juventud. “Recuerdo el día cuando llegó a nuestra casa una pareja acompañada de su hijo y entonces mi padre me mandó llamar y me dijo: …te tenés que casar. Entonces mi corazón comenzó a sonar toc-toc-toc…yo tenia trece años”. “Gracias a Dios mi marido me salió bueno. Uno se casa para cuidarlo al hombre. Tuvimos cinco hijos”, recuerda doña Ana, y finaliza diciendo: “Hoy en día las parejas se juntan en las oscuranas, y recién se casan cuando están aventadas”.

Luego del desayuno, nos dirigimos hacia uno de los Centros Artesanales. Allí pasamos el resto de la mañana aprendiendo varios oficios: desde hacer collares con semillas que acabamos de cosechar, manillas hiladas al mejor estilo lomeriano, hasta pintar cuadros con pintura natural misional, tal como lo hacían hace 300 años atrás. Previamente habíamos visitado el área de donde se extraen las piedras de diferentes colores. Don Gerardo Chuvé quien tiene la experiencia de haber pintado más de 20 casas con motivos locales y misionales en San Antonio de Lomerío, fue el encargado de enseñarnos ésta arte centenaria. Molimos la piedra hasta convertirla en arena fina y la mezclamos con una resina extraída de un cactus espinoso… y entonces dimos rienda suelta al alma guardada de artista y pintor. Con seguridad que el cuadro pintado no es algo que haya hecho revolcarse de envidia en su tumba a cualquier Maestro de la Pintura Clásica; sin embargo la dicha de volver en el tiempo trescientos años atrás y pintar tal como lo hicieron los jesuitas y los indígenas chiquitanos, es algo que no se me quitará jamás del corazón.

Allí mismo tuve la emoción de comprar el primer violín lomeriano de 21 centímetros (un reto que le había hecho en una anterior visita a Don Juan Bautista Parapaino Chuvirú, constructor de violines), que además de ser una miniatura perfecta es una verdadera joya misional, que no me canso de apreciar una y otra vez.

Después del almuerzo, y luego de un corto descanso visitamos la Escuela de Música de Instrumentos Nativos de Don Mariano Bailaba, quien además de enseñarnos a tocar la Flauta, el Pípafano, el Seco-Seco, el Yoresomanca y el Tyopux (es tocado previamente antes de tumbarse cualquier árbol, pidiéndole así el permiso respectivo al árbol para hacerlo) nos hizo deleitar con sus jóvenes aprendices de la hermosa música nativa lomeriana.

Güacanqui. El elixir chiquitano del amor

Al caer la tarde nos dirigimos hacia la Laguna de Las Garzas. En el sendero que conduce hacia el lugar se pueden apreciar una serie de plantas medicinales, mientras don José Chávez y su esposa doña Carmen Sumamí, nos van relatando de las diferentes bondades de cada una de ellas. Allí aprendimos que la corteza del Cuchi sirve para cicatrizar las heridas, que el corazón del Páture sirve para curar la catarata de la vista, que la cáscara del Tipa Sangre sirve para la inflamación del hígado, que el Jutobo sirve para la tos de ahogo y también aprendimos que el “Güacanqui” es el perfecto elixir chiquitano para el amor. Don José nos da la receta: “pique la raíz del “Güacanqui” bien pequeñita, luego mézclela con “calucha de Totaí”, y guarde la mezcla en un pequeño recipiente con aceite también de Totaí. La pócima está entonces lista para “güacanquear” a la persona que usted pretende enamorar. Y sigue relatando: “…cuando usted la vea venir, úntese un poco del preparado en sus manos y extiéndale la mano para saludarla, y si es posible también abrásela y frótele un poco del güacanqui por la espalda. Los resultados los verá en 20 minutos”. Entonces le preguntamos a doña Carmen, si su marido la “güacanqueó” y ella deja entre escapar una sonrisa picarona y responde: “Sí. Pero fue con el güacanqui del monte”.

Al anochecer escuchamos la misa, y luego de la cena, ameritando un buen descanso para asimilar tanta emoción, nos sentamos en uno de los bancos de la plaza; sin embargo si el visitante cree que las emociones han acabado, aún hay más. De repente aparece un grupo de jóvenes chiquitanos y nos brindan con sus violines, guitarras y el canto, en la mitad de la noche, un espectacular concierto de música profana, lugareña, típica del pueblo, la experiencia del patrimonio vivo, que se está perdiendo en los otros pueblos. La noche se prolonga cuando los cuentistas de leyendas se acoplan al grupo y comienzan a recordar las viejas historias, como las del Jichi y la Viudita.

Al día siguiente, nos despiden en la plaza con un grupo de niños danzando la danza típica del “Sarao”. Nos vamos emocionados, con ganas de volver una y otra vez. ¿Será que nos güacanquearon?.